Comentario
La gran cuestión múltiples veces discutida por los historiadores, y todavía no resuelta, es la de la relación entre cultura popular y cultura sabia.
P. Burke diseñó tres tiempos en esta relación. El siglo XVI sería el siglo de la plenitud de la cultura popular europea, con una indudable seducción de la cultura sabia por la cultura popular (los proverbios de Erasmo serían un buen testimonio; la obra de Guevara o Mexía serían buenos ejemplos). El siglo XVII contemplaría la gran ofensiva de la cultura sabia que se proyecta verticalmente hacia abajo e impone sus pautas de conducta (triunfo de la Cuaresma, caza de brujas, represión teológica, pedagogía del miedo...). El siglo XVIII sería el del divorcio de las dos culturas con un segregacionismo progresivo de ambas (rechazo de la vulgaridad por los ilustrados, crítica contra las supersticiones, abandono del universo mágico, triunfo de la disglosia lingüística). Aunque el esquema sea demasiado simple, en cualquier caso parece claro hoy que difícilmente podemos sostener los conceptos rígidos de hegemonía de la clase sabia que sistemáticamente reprimiría y desnaturalizaría el discurso popular, como sostenía Foucault. El concepto más defendible es el que sostuvo Bajtin de la circularidad o interdependencia entre ambas culturas. Chartier ha llevado hasta tal extremo la mixtificación de las culturas que ha optado por eliminar la distinción entre cultura sabia y cultura popular, puesto que a su juicio no existe una correspondencia mecánica entre los niveles sociales y los niveles culturales, primando por encima de la variable socioeconómica variables como el sexo, el territorio o la religión.
La realidad es que resulta difícil distinguir en la España del Siglo de Oro lo que es cultura popular de lo que es cultura sabia.
El teatro, por ejemplo, en sus inicios fue una actividad cultural de origen popular que se iría aristocratizando poco a poco. Fue, por encima de todo, el espectáculo por excelencia de la España del Siglo de Oro. Torres Naharro a comienzos del siglo XVI definió la comedia como "un artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos, por personas disputado..." A Lope de Rueda se debe en buena parte el establecimiento del teatro profesional en España.
¿Espectáculos populares? Maravall y Díez Borque han venido insistiendo en que se trataba de un espectáculo de masas, dirigido con criterios rígidamente conservadores para la plebe de las grandes ciudades. Oleza, por el contrario, piensa en un público fundamentalmente burgués de artesanos y pequeños comerciantes de las ciudades. Salomon defiende el concepto de obra de arte y explica cómo cada pieza segrega significados y emociones distintas según el público que acude a ella, y así razona que la representación funciona tanto en medios urbanos como rurales para los distintos públicos.
Una comedia representada en los corrales de Madrid podía ser vista por unas tres mil o cinco mil personas. Desde luego, la aristocracia y el patriciado urbano estaban presentes entre este público pero, sin duda, el público más fiel era el de la clase media: oficiales, estudiantes, comerciantes, religiosos, etcétera.
El teatro nunca fue bien visto por algunos sectores de la cultura oficial. Juan de Mariana fue un critico feroz del teatro. Para él se trataba de un espectáculo lascivo y debería estar prohibido que las mujeres salieran a los escenarios y a los actores el derecho a participar en los sacramentos. Asimismo, considera que el teatro es una fuente de ociosidad y corrupción de costumbres. En la misma línea se manifiestan Francisco de Luque Faxardo en su obra Fiel desengaño contra la ociosidad y los juegos, Juan Márquez en El gobernador cristiano (1615) y fray Juan de Santamaría en República y policía cristiana (1617).